La fobia se define como el miedo o temor patológico que experimenta un individuo ante objetos o situaciones que no representan en sí un peligro real para su salud o su vida. El fóbico evitará por todos los medios posibles el exponerse o enfrentarse con las causas de ese miedo irracional, no acorde a las circunstancias u objetos que la generan. Por ejemplo, el miedo a la oscuridad, a los animales grandes, a los espacios cerrados, etc.
Actualmente, las fobias se clasifican en tres tipos:
Las fobias específicas son los episodios de ansiedad más frecuentes. En esta enfermedad, existe un miedo a un único objeto o situación que conduce a una conducta de evitación. Los contenidos fóbicos son muy variados: animales, alturas, espacios cerrados, grandes espacios abiertos, tormentas, sangre, etc. El miedo es irracional o desmesurado, pero no siempre compromete seriamente el bienestar del sujeto, pues el objeto o la situación temidos pueden a veces evitarse con facilidad. Por ejemplo, el miedo a las serpientes no suele causar males mayores a alguien que vive en la ciudad. Por el contrario, el miedo a volar puede provocar en otros (ejecutivos, deportistas de elite, etc.) serios problemas.
Las fobias específicas son trastornos bastante comunes, sin embargo, los afectados acuden al médico con menor frecuencia que los agorafóbicos y los fóbicos sociales. Se estima que solo lo hace un 17% de los casos.
Las fobias simples se suelen iniciar antes de la pubertad y con frecuencia se identifican con el impacto de una experiencia traumática previa, que a veces puede estar olvidada. La fobia simple o específica no se suele asociar a otros trastornos psiquiátricos como la depresión, la ansiedad generalizada y las crisis espontáneas de angustia. Tampoco el sujeto afectado presenta un nivel de ansiedad más elevado que los sujetos normales cuando no está expuesto al contacto del estímulo fóbico. Por el contrario, denota malestar y aprensión, a veces con los síntomas propios de un ataque de ansiedad (palpitaciones, sudoración, dificultad respiratoria, etc.), solo cuando contacta con el objeto o la situación fóbica.
La fobia social es un miedo intenso de llegar a sentirse humillado en situaciones sociales, especialmente de actuar de tal modo que se coloque uno en una situación vergonzosa frente a los demás.
Frecuentemente es hereditaria y puede estar acompañada de depresión, alcoholismo o abuso de psicofármacos. La fobia social comienza frecuentemente hacia el principio de la adolescencia o incluso antes.
La presencia de la situación social temida provoca una reacción de angustia que incluye una serie de síntomas físicos: movimientos involuntarios de las manos, desmayo, sudoración, debilidad de las piernas, fácil enrojecimiento facial, palpitaciones e hiperventilación, síntomas que sugieren una hiperactividad del sistema nervioso vegetativo. Algunas de las situaciones que habitualmente desencadenan ansiedad entre la gente con fobia social pueden ser hablar en público, actuar en público, comer con otros o usar un servicio público.
Investigaciones recientes apuntan a que un 13% de la población padece de fobia social en algún momento de su vida.
Suele ser la consecuencia a corto plazo del trastorno de pánico y es la forma más severa de las tres. Si bien la etimología de esta palabra nos remite a la idea de "temor a los espacios abiertos", en la actualidad se utiliza con un sentido más amplio que el original. El término incluye no solo miedo a los espacios abiertos, sino también otros (relacionados con el temor fundamental) como miedo a las multitudes por la dificultad que se pudiera tener para escapar o recurrir de inmediato a un lugar seguro.
Las personas que sufren de agorafobia experimentan una marcada ansiedad y preocupación por la posibilidad de sufrir crisis de pánico, o simplemente por perder el control en sitios donde pudiera ser difícil retirarse, acentuándose más aún la ansiedad en ausencia de conocidos de confianza (vivencias de desamparo).
En ocasiones, esta enfermedad llega a interferir con la vida diaria del afectado de manera muy intensa, hasta el punto de que la persona se recluye literalmente en su domicilio, casi sin salir.
Este trastorno comienza habitualmente en la segunda década de la vida y la padecen un 3,8 por ciento de las mujeres y un 1,8 por ciento de los hombres.